lunes, 26 de mayo de 2008

Memorias de un preso

Aquí me dispongo a colocar uno de los relatos que presenté al concurso literario del instituto.

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Memorias de un preso

Nací para ser libre y libertad es lo único que no tengo. Aquello que más ansio, es aquello que no puedo obtener.

Me encarcelaron cuando cumplí los dieciocho años de edad, por un asesinato que no cometí. Nunca se ha intentado buscar al culpable, a mi era a quién querían desterrar del mundo. Mis ideas no gustaban y necesitaban quitarme de en medio. ¿Por qué no me mataron? ¿Por qué coño no me mataron?

Todo comenzó el 18 de Marzo de 1986. Yo me dirijía a mi trabajo como contable en una oficina de uno de los más altos y lujosos edificios de la ciudad de Chicago, en el estado de Illinois. Pero este no iba a ser un día como los demás. Antes de llegar a mi despacho pude ver a través del cristal traslúcido de mi puerta, sombras extrañas que daban vueltas por todo el despacho. Estará buscando algo la secretaria pensé. Idiota de mi. Me dispuse a entrar y cuatro hombres con uniforme me embistieron. No puedo recordar nada más. Solo sé que horas después me encontraba en la comisaría de la ciudad de Chicago esposado a una silla de metal. Estaba fría. El juicio fue rápido; fui declarado culpable de asesinato. La pena fue una cadena perpetua que aún sigo cumpliendo.

Mis primeros días en prisión fueron horrendos. Todas las mañanas nos despertaba uno de los guardias martilleando los barrotes de cada una de las celdas con su porra de metal. El estruendo duraba hasta horas después del desyuno. Nada aconsejable. Más tarde nos desvestían a todos y nos duchaban en una sala inmensa. Aún hoy sueño con que algún día de los orificios de una de las duchas salga un gas tóxico que me mate al instante y así poder terminar esta tortura.

Estuve solo hasta que un alcohólico narcotraficante fue asignado en mi celda. Edgar era un tipo de lo más extraño, la persona más difícil que nunca habré conocido. Y el mejor amigo que nunca he podido tener. Nuestros comienzos no fueron los más deseados, pero nos fue fácil comenzar a conocernos y a respetarnos. Edgar siempre decía que los amigos son la razón de que no nos hayamos suicidado ya. Nunca podré olvidar esa frase y nunca podré olvidar esa voz fría, pero a la vez inteligente de mi amigo Edgar. Te echo de menos.

Una mañana, Edgar y yo nos enteramos de que se estaba planeando una fuga. Los violadores de la planta de arriba las organizaban cada semana, pero corría el rumor de que esta tendría éxito. Edgar y yo hicimos un pacto: nos prometimos que o nos salvávamos los dos o no lo haríamos ninguno. Teníamos ya planes para cuando saliesemos. Edgar soñaba con visitar a su familia en Argentina y yo ansiaba conocer mundo. Me dijo que me presentaría a su hermano, tres años mayor que yo. Las descripciones que Edgar me hacía de él lo ponían como un apuesto muchacho, delgado, que me enamoraría con solo mirarme. A las 23:00 del día de la ya mencionada fuga, veinte presos de la planta de los violadores fueron ejecutados por intento de fuga. Edgar se conmocionó y entró en cólera. Rompió la única foto que yo tenía de mi familia y destrozó gran parte de los objetos de nuestra celda. Cuando consiguó tranquilizarse solo pudo llorar y avergonzarse de lo que había hecho. Le perdoné, pero no consigo borrar la imagen de mi mejor amigo rompiendo aquello por lo que aun seguía vivo.

La masacre de aquella noche permaneció en la cabeza de todos los presos. Tuvimos un día de luto y un minuto de silencio durante las comidas. Suena paradójico ¿no?, primero los matan y luego guardan minutos de silencio en su honor. La verdad es que a Edgar le afectó mucho más de lo que me afectó a mi. Volvió a tener uno de sus ataques de cólera, pero esta vez las consecuencias no fueron la simple rotura de una foto. Edgar asesinó a uno de los guardias. Semanas después fué condenado a muerte. Desde que le condenaron, Edgar no volvió a ser el mismo. El 6 de Mayo de 1989 Edgar fué ejecutado. Minutos antes de morir, mientras recorría el pasillo de camino a la silla eléctrica Edgar me dijo una frase que nunca olvidaría jamás: ``Oscura se volverá tu mirada, caerán rayos sobre tus ojos y el aire se volverá humo. Solo ahí volveremos a estar juntos. Te quiero mucho Alan''

No entendía lo que quería decirme. Me sentí muy solo. Mi mejor amigo se había esfumado como lo hacen las pompas de jabón. No tenía nada que le perteneciese y solo ansiaba estar con el.

El país de la libertad lo llaman...de nuevo, paradójico.

Mi actividad durante los treinta siguientes años fue nula. Me habían quitado un pedazo de mi corazón, y no había nada que lo pudiese sustituir. Se realizó una pequeña coral durante unas semanas para todos los presos de mi planta. Me animó un poco, pero todo me recordaba a Edgar. A Edgar le encantaba cantar. Cuando estaba triste, cantaba y a mi me alegraba oírle cantar. Mis ganas de vivir se habían perdido completamente, esparciéndose por toda la prisión. Te echo de menos, amigo.

Pronto las cosas en la prisión cambiarían rápidamente para mi. Un nuevo abogado se interesó por mi caso. Pude salir, al menos, a la calle. Tomar el aire...Lo deseaba con todas mis fuerzas. Las cosas cambiaron, sí, pero no como yo deseaba. Lo único que Roger Parker, mi nuevo abogado, había conseguido era que se reforzara el hecho de que yo había sido culpable de aquel asesinato. Diez años después fui condenado a pena de muerte. No me importó mucho. Solo echaba de menos aquello que más ansiaba junto con Edgar: libertad. Y dado que no podía obtenerla no me importaba dejar de vivir. Lo único que aún me ayudaba era el apoyo y las ganas de vivir de mi querido amigo. Pero Edgar ya no estaba.

Me vistieron con un uniforme nuevo para la ocasión; todo un detalle por su parte. Mientras recorría aquel pasillo frío y lúgubre, aquel que ya había recorrido una vez de la mano de mi querido amigo Edgar, no podía pensar en nada. Me consideraba fuerte, pero lo cierto es que me daba miedo morir. Desaparecer de este mundo, me aterrorizaba sobre todas las cosas. Intenté escapar. No avancé ni quince pasos hacia atrás. Me sentaron en aquella silla fría y sucia; me recordó a cuando fui detenido. Y se dispusieron a colocarme toda la cantidad de cintas que me impedirían la huida. De repente todo se volvió oscuro. Mis ojos se electrificaron como si por mi interior pasase una feroz tormenta. Ya no estaba ahí sentado. Estaba a mi vera viendo como mi cuerpo desprendía un humo que me impedía ver más allá de mis propias manos. Por fin lo había entendido.

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